La destrucción de los bosques dentro de Parques Naturales y otras zonas de reserva nacionales creció en un 177 por ciento después de la firma de paz. Lo dice un estudio que analizó la situación de 39 de estos territorios preservados y que acaba de publicar la revista Scientific Reports.
Antes de que el gobierno de Juan Manuel Santos lograra la firma de la paz con la guerrilla de las Farc, el 24 de noviembre del 2016, analistas y expertos siempre advirtieron sobre los peligros que podían enfrentar los recursos naturales cuando la guerra terminara. Se dijo, por ejemplo, que la deforestación podría incrementarse cuando los frentes del grupo armado ya no hicieran presencia en bosques o selvas del país, principalmente en la Orinoquía y la Amazonía, y dejaran el camino libre a la llegada de una nueva ‘colonización’ de esos territorios.
Y de las hipótesis se ha pasado, poco a poco, a las evidencias: una de ellas es un estudio que acaba de ser publicado en la revista Scientific Reports, del grupo editorial Nature, que indica que la pérdida de los recursos forestales en los Parques Naturales y reservas nacionales de Colombia, así como en sus zonas de amortiguación o zonas aledañas, ha aumentado durante el posconflicto.
Los investigadores, liderados por Nicola Clerici, doctor en Ecología y profesor de la Universidad del Rosario de Bogotá, y entre los que figuran Peter Kareiva, director del Instituto de Medioambiente y Sostenibilidad de la Universidad de California, y Germán Forero, director científico de WCS Colombia, tuvieron en cuenta la deforestación registrada en 39 áreas nacionales protegidas antes de la firma de la paz (entre los años 2013 y 2015). Y luego, miraron cómo se comportaba este fenómeno en esos mismos territorios entre 2016 y 2018, los tres primeros años del posconflicto.
Una de las conclusiones explica que en 31 de ese total de áreas hubo un claro incremento de la tasa de deforestación entre los dos periodos planteados. El crecimiento alcanzó el 177 por ciento, lo que implicó una pérdida de 330 kilómetros cuadrados de bosques que, paradójicamente, en medio de la confrontación interna estuvieron protegidos.
Millón de pesos por hectárea
Por ejemplo, en el Parque Nacional Serranía de La Macarena (Meta), la deforestación antes de la desmovilización de las Farc era de 41 kilómetros cuadrados. Esta cifra pasó a 91 kilómetros cuadrados entre 2016 y 2018.
Nicola Clerici tuvo la oportunidad de visitar este Parque Nacional y observó quemas impulsadas por personas que querían apoderarse de terrenos para subsistir de la agricultura. “Incluso, me dijeron que había hectáreas a la venta, cada una a un millón de pesos”, cuenta.
No es el único sitio donde la destrucción es preocupante. En el Parque Nacional Tinigua (Meta), que constituye un eslabón con otros sitios clave como el Sumapaz y la Cordillera de Los Picachos, en Caquetá, la destrucción del bosque alcanzaba los 37 kilómetros cuadrados antes de que se le pusiera punto final al enfrentamiento armado. Pero tres años después de la dejación de armas, la tala comenzó a cubrir 159 kilómetros cuadrados. Y en Catatumbo Barí (Norte de Santander), por mencionar otra área protegida, la pérdida de vegetación pasó de 11 a 55 kilómetros cuadrados.
Otras zonas nacionales de reserva en donde la pérdida de recursos naturales aumentó fueron en el Parque Nacional La Paya (Putumayo), que pasó de 23 kilómetros cuadrados durante el conflicto a 34 después de la paz; en la Reserva Natural Nukak, entre Guaviare y Vaupés (de 9 kilómetros a 19), así como en los parques nacionales Paramillo, entre Córdoba y Antioquia (de 19 a 48 kilómetros cuadrados) y Sierra Nevada de Santa Marta, en Magdalena (de 7 a 30 kilómetros cuadrados).
Este patrón de pérdida de recursos forestales también se observó en las zonas de amortiguación o sitios que están a 10 kilómetros de los límites de los Parques y reservas nacionales, la mayoría ubicadas en áreas remotas y alejadas de los cascos urbanos, y en las cuales hubo un aumento del 158 por ciento en la conversión o transformación de bosques. Esto fue más notorio en el Parque Nacional La Macarena, donde la deforestación en sus zonas aledañas pasó de 103 kilómetros cuadrados a 287 kilómetros cuadrados. Una situación similar se comprobó en los parques nacionales La Paya (de 72 a 121 kilómetros cuadrados), Paramillo (de 26 a 78), Picachos, entre Caquetá y Meta (de 9 a 55), Pisba, en Boyacá (de 04 a 2,9 kilómetros cuadrados), y Serranía de los Yariguíes, en Santander (de 2 a 15 kilómetros cuadrados).
En el posconflicto, la deforestación solo se redujo en los parques nacionales Tayrona (Magdalena), donde bajó en 98 kilómetros cuadrados; Macuira (La Guajira), se redujo en 79; y Los Nevados, entre Tolima y Caldas, que tuvo una disminución de 46 kilómetros cuadrados.
“Una primera conclusión es que la paz no es la causa de la deforestación. La salida de los grupos armados que controlaban el territorio simplemente exacerbó y dio rienda suelta a los verdaderos factores históricos, sistémicos, que afectan los territorios donde se ubican estas áreas protegidas”, opina Germán Forero, director científico de WCS Colombia.
Desastre anunciado
Que el medio ambiente sea el principal damnificado luego de un acuerdo que ponga fin a una lucha armada no es extraño ni inédito. Situaciones similares a la colombiana se han reportado en países como El Salvador, Nicaragua, Guatemala, República Democrática del Congo, Ruanda y Uganda.
“Las causas relacionadas con este aumento no hacen parte de dinámicas nuevas, son las mismas (ganadería, agricultura, cultivos ilícitos, robo de tierras), pero se han amplificado por la salida de las FARC y el consecuente vacío de poder, que ha sido aprovechado por la colonización”, explicó Nicola Clerici.
Hay unas causas recurrentes que dan lugar a que estas actividades irrumpan sin que se les limite. Principalmente, agrega Clerici, la falta de capacidad institucional en Colombia para hacer cumplir las leyes y para gestionar el uso o la protección de los recursos naturales, a lo que se suma la debilidad financiera, técnica y operativa del país para establecer un registro de ocupación ilegal de tierras y una baja capacidad para recuperarlas cuando son acaparadas ilegalmente.
Por ejemplo, una de las consideraciones del documento indica que el Gobierno nacional no pudo garantizar una presencia institucional funcional en varias áreas protegidas, luego del acuerdo de paz. Y por eso, presiones como la extensión ilegal de la agricultura, la ganadería y los cultivos ilícitos tomaron impulso y se consolidaron dentro o alrededor de algunas de ellas.
“Ha quedado en evidencia que para el Estado ha sido prioritario la creación de áreas protegidas, que es muy bueno. Pero, es una decisión que no ha sido respaldada o complementada con presupuestos adecuados para cuidarlas de los delitos ambientales frecuentes que ocurren en ellas”, agregó el experto.
El estudio utilizó un database de deforestación que aprovechó imágenes del satélite Landsat. Y tuvo en cuenta reportes de la Organización de las Naciones Unidas para la Droga y el Delito (UNODC), que han explicado que los cultivos ilícitos de coca dentro de las zonas protegidas aumentaron un cuatro por ciento entre 2016 y 2017, llegando a 83 kilómetros cuadrados. Dos tercios de esos cultivos se concentran en los parques nacionales Serranía de la Macarena (28.3 kilómetros cuadrados), Paramillo y en la reserva natural Nukak.
Hubo un análisis también para el Parque Nacional Natural Chiribiquete, tal vez el más importante del país y declarado Patrimonio de la Humanidad. Y aunque no registró un avance significativo en sus datos de deforestación (pasó de 3,6 antes de la paz a 3,8 kilómetros cuadrados en el posconflicto), merece una reflexión final: “no es una avance muy grave, pero nos preocupa que ya se están presentando focos de deforestación en ciertos sitios de su polígono noroccidental y nororiental”, comentó Clerici.
Nota al pie: En esta investigación también participaron: Dolors Armenteras, profesora de biología de la Universidad Nacional de Colombia; Claire Hirashiki, del Instituto de Medio Ambiente y Sostenibilidad de la Universidad de California; Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible; Juan Pablo Ramírez, del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam); José Manuel Ochoa, Carlos Lora y Carlos Gómez, del Instituto Alexánder von Humboldt; Laura Schneider, del Departamento de Geografía de la Universidad de Rutgers, en New Jersey (EE. UU.), Mauricio Linares, profesor de la Universidad del Rosario, y Duan Biggs, del Departamento de Conservación, Ecología y Entomología de la Universidad de Stellenbosch, en Suráfrica.