Muchos ejemplares sufren heridas al ser extraídos de selvas, bosques, o humedales, lo que les impide volver a sus territorios. Y otros, al tener contacto con los humanos, pierden su condición de animales silvestres, por eso mueren o quedan condenados a vivir por siempre en cautiverio. Una entidad ambiental como Corpoamazonia solo logra liberar en la naturaleza un 40 por ciento del total de la fauna que recibe al año y que ha sido víctima de este flagelo nacional.
Era un churuco que lo capturaron en la selva y lo condenaron a ser mascota. Tres años en cautiverio, 36 meses de tratos inusuales dentro de una vivienda: toda una tragedia. A veces maltratado y en otras ocasiones mimado, pero siempre dentro de un contexto humano y en un ambiente exótico para su condición de primate.
Su suerte cambió un día cualquiera, o eso alcanzaron a pensar algunos: fue rescatado por las autoridades ambientales y llevado a la reserva La Ñupana, ubicada en el Guaviare, en un intento por recuperarlo.
Dora María Sánchez es la dueña de este ‘remanso de paz’ (ese el significado de la palabra Ñupana en lengua kubeo), un lugar rodeado de bosques y situado en la vereda Agua Bonita, de El Retorno (Guaviare). Ella no olvida que durante muchas semanas atendió con dedicación a ese mico. Lo mantenía en contacto con los árboles, cambiaba su alimentación para que no perdiera peso, vigiló su salud como si fuera una veterinaria experta, todo con tal de regresarlo a su hábitat. Llevarlo de nuevo a la selva se transformó en su máximo empeño.
“Pero hay que decir que cuando un animal silvestre hace nexos con los humanos, es poco lo que se puede hacer si uno quiere que vuelva a la ‘libertad’”, dice. Con el paso de los días, el churuco dejó de comer, casi no se movía, no emitía ningún sonido y finalmente murió.
Un drama que no es aislado. Una calamidad que es, a su vez, uno de los destinos trágicos del tráfico ilegal, problema que siempre muestra dos caras siniestras: primero saca violentamente a los animales de la naturaleza. Y luego, condena a muerte (o a cadena perpetua) a muchos de los que sobreviven, porque son miles los que no pueden retornar a sus ‘hogares naturales’ o, si logran hacerlo, nunca se adaptan sin esfuerzo a esa condición y mueren.
Olvidan cazar
Para unos, como el churuco, el problema se concentra en que suele vivir en grupos o familias, y al separarlo de su prole no puede readaptarse a sobrevivir en un lugar diferente a su territorio y sin compañía.
Para otros, el retorno es imposible, porque cuando son cazados reciben heridas que muchas veces los incapacitan. En ocasiones, tortugas o anfibios enfrentan lesiones que los condenan a vivir en cautiverio para siempre, ante la imposibilidad de defenderse en el medio natural. O hay águilas o loros que cambian por completo sus hábitos depredatorios y olvidan cazar, porque los traficantes o quienes los compran los confinan, les dan alimentos y con esto los acostumbran a depender de ellos.
Esto último lo confirma Dora, una paisa que con sus dos hijos y su esposo han acogido en su reserva aquella fauna que ha sido víctima de tráfico ilegal desde 2013. Ella explica que hasta ahora han trabajado en la rehabilitación de más de 160 animales entre aves, reptiles y mamíferos, de los cuales cerca de 80 han muerto por las condiciones en que se dieron sus capturas. Otros se han quedado con ellos, como cuatro loros, un búho y una guacamaya, los cuales nunca podrán regresar a sus hábitats por las lesiones que soportan.
“Liberarlos o recuperarlos no es fácil, pero lo intentamos porque es nuestro proyecto de vida, porque queremos aportar a la conservación”, declara esta mujer enamorada del Guaviare.
Desde el momento en que ella recibe los animales, que generalmente le envía la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA), debe encargarse de su alimentación, cuidados y medicamentos. Esto, sin saber si la recuperación y la liberación serán posibles.
Dora le imprime esfuerzo a ese trabajo para que más de un ejemplar logre su independencia, pero el reto no se cumple necesariamente con estas buenas dosis de amor y buena voluntad.
La comunidad resulta determinante
Sidaly Ortega Gómez, subdirectora de Administración Ambiental de Corpoamazonia dice que hay casos de especímenes adultos para los que las liberaciones son relativamente factibles, porque han permanecido poco tiempo fuera de su entorno, en buenas condiciones de salud y sobre los que se conocen los lugares de su extracción.
Sin embargo, en la mayoría de los casos, esos procesos exigen conocimientos profundos sobre el comportamiento de las especies, que tampoco garantizan procesos exitosos. Además, requieren que se establezca un diálogo con las comunidades para llegar a acuerdos que permitan la introducción del animal, que no siempre son posibles o que demandan costos elevados.
“Los habitantes en el territorio deben saber cuándo se va a liberar un ejemplar, porque son el primer eslabón en la conservación. Si esto no se da, si no hay conciencia, se corre el riesgo de entrar a un círculo vicioso donde ese animal que retorna puede ser nuevamente cazado; volvería entonces a ser una mascota o incluso capturado para el consumo”, advierte Luz Dary Acevedo, encargada del Programa de Salud de Vida Silvestre y Tráfico de Especies, que lidera WCS Colombia.
A lo anterior se suma que es necesaria una evaluación del lugar al cual se llevará, que implica nuevas inversiones. Porque, por ejemplo, si se va a liberar un jaguar, hay que buscar un sitio que ofrezca presas y espacio suficiente lejos del ser humano, de lo contrario un depredador como este podría optar por alimentarse de vacas u otros animales domésticos y ser cazado por las comunidades en un acto de retaliación; con esto se perdería todo esfuerzo logístico y científico”, agrega Luz Dary.
Apoyo al monitoreo comunitario
Generalmente, todo lo anterior debe ser cubierto por el acompañamiento de profesionales y técnicos. Relata Sidaly que, generalmente, nunca se conoce con claridad cómo la fauna va a responder a las condiciones del ambiente, incluso así los procesos previos a la liberación se realicen de la mejor manera posible. “La incertidumbre en los resultados siempre estará presente”, opina.
Ella narra que, en promedio, Corpoamazonia recibe cada año unos 700 ejemplares vivos, con potencial para volver al medio natural a partir de procesos de rehabilitación que pueden ser relativamente cortos. Pese a ello, el 40 por ciento de ese total lo logra, una cifra que puede variar dependiendo de la calidad de los monitoreos o seguimientos realizados, que no siempre son factibles.
Natalia Carrillo Rivera, bióloga del Programa de Fauna Silvestre de la Corporación Autónoma Regional de Risaralda (Carder), insiste en que personas como Dora y su familia pueden ser observadores claves durante esos procesos de recuperación e incluso de liberación y así lograrían apoyar a las autoridades ambientales con información estratégica en el marco de un monitoreo comunitario.
“Pero si no hay un bagaje técnico y un grupo interdisciplinario detrás, que brinde un apoyo social, los procesos siempre serán más difíciles y no siempre exitosos”.
A pesar de todas estas incertidumbres, en La Ñupana siguen adelante. Porque algunos intentos por liberar ejemplares han terminado muy bien. Una vez, cuenta Dora, un ocelote completó más de tres años en la reserva y, poco a poco, fue recuperando sus instintos de caza. “A veces se alejaba con otros de su especie y, cuando volvía, quería comerse los loros y los guacamayos, así que debíamos vigilarlo. Un día decidió irse para siempre; nos dolió mucho, pero sabíamos que era lo que debía pasar. Nada se compara con haberlo visto coger su sendero”.