Nació en esta vereda del Magdalena Medio, viajó a hacerse profesional y volvió a trabajar a su región para dedicarse a la educación ambiental y a la protección de sus recursos naturales con el Proyecto Vida Silvestre (PVS).
La historia de Yelsin Salgado incluye un sueño, una expedición a lo desconocido, un retorno a casa y el hallazgo de una pasión. Su relato está lejos de incluir violencias. Por el contrario, lo construye en medio de risas, con sinceridad, sin esconder nada y diciendo que, a pesar de todo, le ha costado: “hay que reconocer que la vida no ha sido fácil”, confiesa.
Él es como un hijo del río Magdalena. Nació en Caño Arrecho, una isla formada en el mismo caudal, frente a la vereda Bocas del Carare, de Puerto Parra (Santander). Un territorio en el que todavía hay mucho por hacer, porque como ocurre en muchos otros lugares del país, el Estado no ha terminado de llegar hasta allí con las dosis de progreso necesarias.
“Vivía en Caño Arrecho y estudiaba en Bocas. Todos los días debía ir y volver en una lancha, más o menos unos 20 minutos de desplazamiento, y así completé mi primaria. El bachillerato lo hice en Las Montoyas, también como a media hora de camino desde mi casa”, cuenta.
Desde pequeño aprendió a pescar y a cultivar maíz. El trabajo siempre hizo parte de su formación. “Llegaba del colegio a las 2:00 de la tarde y a las 3:00 ya estaba listo para irme para el río. Ponía anzuelos hasta las 6:00 p.m, luego descansaba, y a las 2 de la madrugada volvía a salir a revisar lo que había instalado hasta las 6:00 de la mañana, hora en la que debía regresar a estudiar”.
El sueño
Pero con el paso de los años entendió que su vida no podía estar sometida al vaivén o a la inestabilidad de las cosechas, o de aquellas faenas para buscar bagres o bocachicos que hoy pueden darte mucho dinero y mañana ni siquiera permiten cubrir los gastos más esenciales. Y ante un entorno con carencias y que implicaba largas jornadas de pesca, muchas veces improductivas, quiso independizarse para mirar otro ‘mundo’ y darle un giro al destino.
Y, para lograrlo, tuvo que tomar una decisión trascendental que rompería la tradición familiar que, según dice, se extiende más allá de sus tatarabuelos. Una determinación inusual para su entorno rodeado de anzuelos y atarrayas: se negó a seguir siendo pescador.
Aquí comienza a gestarse el sueño: porque prefirió dedicarse a los cálculos y los números. Con el apoyo de su papá, y principalmente de su mamá, Sorani Gil, se inscribió entonces en el Instituto Universitario de la Paz (Unipaz), de Barrancabermeja, donde en 2013 comenzó a estudiar Ingeniería Ambiental y de Saneamiento. Y paralelamente a su sueño, apareció aquel viaje a lo desconocido. Mudarse a vivir lejos del hogar, a un entorno urbano donde a veces toma tiempo acostumbrarse.
“Fue muy complejo, especialmente porque las bases educativas que tenía eran muy débiles. Hubo materias que desconocía; la trigonometría y el cálculo, por ejemplo, eran temas inalcanzables en un primer momento. Yo era de campo y compartía espacio con amigos que habían tenido todo, que habían estudiado en los mejores colegios, me llevaban una ventaja enorme”.
Durante dos años costeó sus gastos vendiendo agua; personalizaba envases que compraba en Bello (Antioquia) y que llevaba hasta Barrancabermeja para distribuir en discotecas u otros negocios comerciales. Finalmente, se graduó en el 2019, casi siete años después.
El regreso a casa y su pasión
Contrario a lo que muchos pensarían, porque para una gran mayoría de los recién graduados lo socialmente bien visto es hacer maestrías, viajar lejos, emplearse en una gran empresa, asentarse Bogotá o incluso intentar hacer una vida completamente diferente en otro país, Yelsin quiso regresar a su hogar y descubrió una pasión: la conservación del medio ambiente y de sus especies, aprovechando para esto la mirada crítica de quien llega con otra mentalidad, una más afinada y renovada.
Con el apoyo de María Antonia Espitia, coordinadora regional del Proyecto Vida Silvestre (PVS), comenzó como practicante de esta iniciativa; hoy es uno de sus técnicos, pero al pie de su familia y de sus vecinos, y con la camiseta del profesional.
Últimamente ha estado dedicado a la conservación de un reptil, que aunque no hace parte de las especies paisaje del proyecto, es una prioridad por su vulnerabilidad: la tortuga de río (Podcnemis lewyana). Yelsin, quien hace parte del grupo de jóvenes Torcaima (que intenta hacer trabajos de conservación para el caimán y el manatí, y que incluye a la Podocnemis lewyana), estuvo a cargo de hacer un diagnóstico con las comunidades, que permitió establecer cuál es la relación de la especie con la gente y definir paralelamente acciones de conservación.
Entre estas últimas decisiones aparecen algunos acuerdos de conservación en San Luis Beltrán y Remolinos Peñas Blancas, dos veredas en Yondó (Antioquia), donde algunos dueños de predios han decidido evitar su captura para consumir su carne o comer sus huevos, una tradición arraigada durante décadas y en varios departamentos, y que precisamente ha llevado a la especie a la lista de las 25 tortugas continentales más amenazadas del mundo y entre las cuatro en mayor riesgo de extinción en Suramérica.
“Cuando era niño yo veía como se llevaban canecas llenas de tortugas. Hoy veo tal vez un 20 por ciento de las que había hace unos 10 o 15 años”, cuenta.
Pero la tala de árboles en las orillas de los ríos y las ciénagas, para incluir allí cultivos de palma africana, también tiene al reptil en muchos problemas, porque están afectadas sus zonas de reproducción. Esto mismo ha perjudicado al bagre, a los bocachicos, al punto de que la reducción de la pesca es evidente y los habitantes han tenido que buscar nuevas formas de ingresos. “Yo pensaría que hoy el 60 por ciento vive de la agricultura y el 40 de la pesca; las fuentes de ingreso, que antes eran netamente pesqueras han comenzado a ceder terreno”.
Pero Yelsin, a sus 28 años, cree que todavía está a tiempo de ayudar a cambiar las cosas y de revertir este panorama en Bocas del Carare, donde cada vez más hay consciencia sobre la necesidad de recuperar los recursos naturales.
“Hoy estamos trabajando precisamente en exponer toda esta situación. Con los niños hacemos avistamientos y caminatas ecológicas. Yo soy campesino, también comí tortugas, entiendo que me equivoqué, pero porque no tenía la información ni el conocimiento”. También es consciente de que las necesidades y el hambre llevan a las personas a aprovechar cualquier animal que caiga en las redes. “Pero ahora celebro la oportunidad que tengo para ayudar a cambiar esta historia y enseñar a mis vecinos a mirar las cosas de otra manera”.