Por: Javier Silva
Después de trabajar en la ganadería, un oficio en el que nunca respetó los recursos naturales del Magdalena Medio santandereano, Arnulfo Montoya, a sus 53 años, se dedica a cuidar y a monitorear a los primates más emblemáticos de esta región. Entre ellos aparece el amenazado mono araña.
Él dice que hay muchos instantes dentro del bosque, en el que la felicidad pareciera apoderarse de todo. Por ejemplo: ha visto como a veces decenas de micos, en una refriega colosal, saltan y se agitan como cientos de abejas en un panal. Corren, se empujan, se lanzan unos a otros al vacío, para luego quedar colgados de alguno de sus brazos, o atados a cualquier rama, para volver a escalar, llegar hasta el dosel y seguir en la contienda. A simple vista, parecen agresivos, arrebatados, como liderando un exterminio general que incluye gritos y mordiscos. Pero, realmente, es un juego; un frenesí intenso en el que juveniles y algunos adultos se mezclan en un jolgorio temporal.
Así es parte de la vida allá arriba, en lo más alto de la selva y en el hogar de algunos de los monos más grandes de la naturaleza.
Abajo, con los pies en la tierra, Arnulfo Montoya observa en silencio como un testigo excepcional. Y durante una nueva jornada dedicada a monitorear a algunos de los primates que viven en el Magdalena Medio. Una labor que combina altruismo y entereza en dosis perfectas. Y un oficio que le ha servido para fortalecer su carácter, en el que ha aprendido cientos de detalles de la vida silvestre y que se convirtió en una herramienta con la que pudo cambiarle el rumbo a su destino. Porque su suerte, como la de muchos otros campesinos de esta parte de Colombia, estuvo echada.
Nos dedicamos a talar
Cuenta que nació en Amalfi y se crió en Puerto Berrío, ambos municipios de Antioquia. Y creció sabiendo que, tarde o temprano, su futuro giraría alrededor del campo. Estudió poco, hasta los primeros años del bachillerato, y por eso no tuvo más remedio que dedicarse a trabajar. Hace 30 años comenzó a emplearse en fincas de algunos municipios de Santander, en las que hizo un poco de todo, pero principalmente cuidar del ganado. Incluso administró muchas de ellas, en ocasiones con mando sobre decenas de trabajadores.
“Los dueños siempre mandaban a tumbar bosque para ampliar los potreros. Yo pensaba, a veces, en los animales, porque muchos morían o quedaban desorientados, pero al poco tiempo me olvidaba del asunto y seguía adelante; talaba y talaba. No había consciencia”, recuerda.
Sin pensar mucho en los daños que producía, o que toleraba, pudo al menos sostenerse económicamente, conformar una familia y sacarla adelante. Pero ahora, cuando revisa su pasado, con la postura de un ser humano maduro y reposado, reconoce que nunca podría regresar a esos años que describe como “rudos, exigentes e injustos”.
Cero arrepentimientos
Su vida cambió drásticamente hace una década. Después de ir de aquí para allá, lejos de su hogar —y cuando se había radicado en inmediaciones de la ciénaga de la San Juana (entre Puerto Parra y Cimitarra)—, aceptó el llamado de Andrés Link, director de la Fundación Proyecto Primates, quien le propuso trabajar en su organización, apoyando las labores de conservación que desarrollan biólogos y otros expertos. Ahí comenzó su capítulo como aliado de las especies.
“Recuerdo que en ese momento yo le dije a Andrés que lo único que sabía hacer en la vida era manejar ganado. Me dijo que no importaba, que ahora podía comenzar a acompañar los trabajos de restauración, conocer muy bien a los monos, sembrar, en fin. Lo primero que pensé fue que estos eran temas solo para quienes estaban locos. Pero bueno, renuncié a un trabajo que tenía en una finca y me arriesgué”. ¿Se ha arrepentido? “Nunca”, afirma.
Los primeros días fueron complicados. El ritmo y la extensión de las caminatas no le daban tregua a su maltrecho estado físico. Y los animales eran muy esquivos. “A lo mejor intuían que yo era otro de los tantos cazadores que los habían perseguido, porque era muy difícil seguirlos”. Hoy, después de tantos años, Arnulfo dice que está seguro de que los monos lo reconocen. Él puede vigilarlos durante horas y su comportamiento es dócil, tranquilo, podría decirse que lo miran como un aliado.
“Es que cuando llegan visitantes, o se establecen nuevos estudiantes o investigadores, hay que esperar algunos días para calmarlos y que tomen confianza. Es natural, después de tanta persecución”.
Relata que en la zona se ven, sobre todo, monos maiceros (Sapajus apella). También nocturnos del género Aotus y aulladores rojos (Alouatta seniculus). Y, principalmente, el mono araña (Ateles hybridus) o marimonda del Magdalena, considerado uno de los 25 primates más amenazados del mundo.
Arnulfo explica que las poblaciones de este último, y en el que se concentran la mayoría de los esfuerzos de investigación y conservación, tanto de la Fundación Primates como del *Proyecto Vida Silvestre (PVS), están muy disminuidas, principalmente por la deforestación, que ha acabado son su hábitat natural. A esto se suma que las hembras tienen solo una cría cada tres o cuatro años, un detalle trascendental que aumenta su vulnerabilidad.
Es por eso que hoy está dedicado, con la dirección de Link y otros profesionales, a restaurar el bosque, sembrando árboles nativos, con la intención de consolidar un corredor de conservación que sea el refugio para la marimonda. También, a tomar datos de los choibos (otro de los nombres comunes con los que se identifica al mono araña). Y apoya otras estrategias para afinar la protección de esta especie, declarada En Peligro Crítico de Extinción por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).
Deberían ser sagrados
Para identificar con mayor facilidad a los ejemplares a los que se les hace monitoreo, se les han tenido que detectar lunares, algún color particular en el rostro y, sobretodo, se les reconoce por una mancha que tienen en la frente, que es como su huella dactilar. Muchos han sido bautizados con nombres coloquiales: ‘Emma’, ‘Cafú’, ‘Violeta’, ‘Clarita’, ‘Nené’ o ‘Mercedes’. Y también ‘Clarise’, tal vez una de las referentes de Arnulfo, porque ha estado siguiéndola desde que se integró a este trabajo.
Ella tiene dos crías albinas (los choibos suelen tener el pelaje café oscuro y el de esta pareja es blanco), una condición que sería el resultado de un desorden genético producido por reproducción entre parientes (endogamia).
“Parte del problema es que los monos araña están quedando cada vez más aislados por la pérdida de su bosque. Ellos necesitan bastantes árboles, densos y altos, al igual que grandes extensiones de selva (precisamente las que han sido destruidas), y por eso ya no pueden desplazarse para integrarse y reproducirse con otros grupos”, explica, condición que les permitiría lograr una buena variabilidad genética y garantizaría, a su vez, una descendencia sana.
“Yo trato de enseñarles a mis vecinos, amigos, en fin, a todo el que puedo, los beneficios que significa tenerlos vivos y en buenas condiciones. Por decir algo: los monos son dispersores de semillas. Como comen tantas frutas y tragan sus semillas casi sin morderlas, muchas de ellas son expulsadas y esparcidas por extensas áreas a través de sus excrementos; de ellas nacen nuevos árboles que recuperan y renuevan la flora que nos sirve a todos”.
Captar esta lección no es difícil, pero para algunos es incomprensible. Decenas de monos araña, e individuos de otras especies, siguen siendo cazados para ser traficados o vendidos localmente como mascotas. Otros son capturados porque hay personas que creen que su carne sirve para curar la anemia, el paludismo u otras dolencias. “Es una situación que no tiene sentido y que me cuesta mucho admitir”, opina. Porque, para él, los monos deberían ser sagrados, tanto que puede definirlos en una frase: “estos animales son todo”.
*El Proyecto Vida Silvestre, iniciativa liderada por Ecopetrol, el Fondo Acción y WCS, trabaja por la conservación de 15 especies (doce de fauna y tres de flora). Lo hace en tres paisajes de Colombia: los Llanos Orientales, el Magdalena Medio y el Piedemonte Andino-Amazónico (Putumayo).