Por Javier Silva
Los pobladores del resguardo Cañamomo Lomaprieta, situado entre Supía y Riosucio, en Caldas, cambiaron la historia reciente de su territorio al emprender una cruzada para rescatar la vegetación perdida de algunos sitios sagrados -como los cerros Carbunco y Sinifaná- y la flora de predios que fueron recuperados de las manos de terratenientes y que habían sido degradados por la ganadería y la agricultura. Una restauración ecológica que incluyó la participación definitiva de la comunidad y que se apoyó en la espiritualidad indígena que suele estar en favor de la naturaleza.
El incendio que arrasó el cerro Carbunco, uno de los sitios sagrados del resguardo indígena Cañamomo Lomaprieta, situado entre Riosucio y Supía (en Caldas), comenzó antes del atardecer, un día de septiembre de 2016.
Algunas versiones indican que un labriego quiso prender y destruir un panal de avispas, pero perdió el control de la quema y las llamas terminaron arrasando la montaña. Otros comentan que algún habitante estaba preparando un terreno para sembrar maíz y prendió el suelo sin tomar precauciones.
De todas formas, y sin importar la causa, la mitigación de la emergencia implicó cuatro días de ardua lucha contra el fuego, una batalla que fue liderada por toda la comunidad, en alianza con algunos bomberos profesionales que llegaron desde municipios cercanos. Sin embargo, a pesar del empeño general, Carbunco terminó transformada en una pendiente arrasada.
Además de una desgracia por la pérdida de plantas y animales, este hecho causó una enorme reflexión entre los indígenas: tal vez el mismo cerro —pensaron— estaba enviando un mensaje relacionado con la necesidad de atender, con absoluta prioridad, a este escenario sagrado, como un primer paso y una nueva oportunidad para reordenar, al mismo tiempo, otros tantos sectores del resguardo en el que habitan, considerado por ellos su cuna ancestral.
Porque en Carbunco, dice la tradición, se refugian los espíritus con los que las autoridades locales conversan para tomar las decisiones políticas y administrativas que guían a su pueblo. Es, así mismo, y desde un punto de vista geográfico y tradicional, un lugar estratégico que también hace las veces de guardián para la región.
El incendio, aunque lamentable, dio paso entonces a uno de los momentos definitivos en la historia de los pobladores de Cañamomo Lomaprieta. Porque se gestó un proceso de recuperación natural en el que ellos se propusieron, como un primer paso para lograr esa urgente reconciliación con la tierra, la siembra masiva de árboles.
Una meta de 100 mil árboles
Héctor Jaime Vinasco, exgobernador de Cañamomo Lomaprieta, integrante del Consejo de Gobierno y coordinador del programa de Patrimonio Natural (desde el cual se trabajan todos los temas ambientales y de protección de la biodiversidad para su territorio) comenta que, en los primeros años después de ocurrido ese siniestro, la comunidad se propuso sembrar 10 mil árboles. En la medida que ese objetivo se cumplía, la cifra iba subiendo.
—A veces fallamos, pues no aplicamos técnicas eficaces para las siembras. Con frecuencia perdíamos muchos árboles, y otros también morían en los lugares donde se trasplantaron. A pesar de todo, poco a poco la meta se fue ajustando y llegó a los 100 mil— dice Héctor Jaime.
El trabajo avanzó con el apoyo de la Corporación Autónoma Regional de Caldas (Corpocaldas). Y se perfeccionó y consolidó, desde 2022, con la llegada, a esa zona del país, del ‘Proyecto Restauración Ecológica en la Región Andina’, financiado por el Fondo Colombia en Paz, liderado por WCS y que tuvo el apoyo del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible. Esta es una iniciativa que también intervino sectores de las cuencas del Saldaña, en el Tolima, de los ríos Cali, Pance y Yotoco, y del Distrito Regional de Manejo Integrado (DRMI) El Chilcal-Dagua, en el Valle del Cauca. En total, y hasta julio de este año, se habían sembrado 118 mil árboles en esos tres departamentos.
Solo en Cañamomo Lomaprieta (considerado uno de los resguardos más antiguos de Colombia, creado el 10 de marzo de 1540, con linderos definidos desde 1627 y escritura pública de 1953), el proyecto quiso apoyar la meta propuesta por los indígenas y logró la plantación de 40 mil plantas, principalmente cedros rosados (Cedrela montana) y negros (Juglans neotropica), así como una especie medicinal conocida como naranjuelo (Crateva tapia).
Los cerros sagrados fueron prioritarios
Sebastián Arango, tecnólogo forestal, estudiante de administración ambiental y miembro de la comunidad de Cipirra —una de las 32 que forman el resguardo—, cuenta que las siembras, como parte del proyecto, se enfocaron en la recuperación de, al menos, 30 hectáreas en sitios sagrados, especialmente en los cerros Carbunco —afectado por el incendio del 2016— El Silencio y Sinifaná, que tenían sectores degradados por la tala, entre otros problemas. Igualmente, se extendieron a predios o fincas que se recuperaron en la década de los 90 y que hoy hacen parte de la propiedad colectiva, pero que les habían sido usurpadas por terratenientes.
—No fue sembrar por sembrar. Con WCS y sus profesionales, tuvimos en cuenta una actividad académica con sentido lógico—añade Sebastián.
Este ejercicio incluyó un diseñó florístico, la opinión de los mayores (dirigentes o gobernadores), de los médicos tradicionales (quienes conocen las especies más convenientes y con mayor utilidad) y un análisis del suelo, de las pendientes, de la cobertura vegetal y de los tensionantes o de las amenazas que han enfrentado las plantas tradicionalmente.
Se sumó a todo esto la elección de las especies que se llevaron a campo. Él dice que fue una restauración vegetal con un componente espiritual, porque buscó, especialmente, una sanación con la tierra, propósito que tuvo como base, y como primer eslabón, la recolección de semillas que se llevaron a seis viveros para su reproducción.
—La plantación fue ejecutada por miembros de la guardia indígena, es decir hombres y mujeres de la comunidad, quienes estuvieron día a día, a sol y agua, haciendo lo necesario: podaron, abonaron y hoyaron los puntos donde plantaron las especies. Ellos son los héroes anónimos de todo este proceso—, resalta Sebastián.
Uno de ellos fue Pedro Hernández, un bombero voluntario y brigadista, quien nació en una de las partes más altas del cerro Carbunco.
—Ese cerro lo llevo en las entrañas. Me duele como me dolería mi madre o un hermano. Yo estoy ligado a ese lugar—afirma.
Hoy, Pedro es el coordinador de una Brigada Forestal de Bomberos, integrada por 30 habitantes del resguardo, que se encargan de atender emergencias, pero, especialmente, de prevenirlas. Esto lo consiguen capacitando y enseñando a las comunidades la importancia de mantener un entorno libre de quemas. Pedro cuenta que, desde el 2016, no han tenido nuevos sucesos qué lamentar. A raíz de la destrucción de Carbunco, él aportó muchas horas de trabajo para limpiar algunos de sus senderos y, principalmente, para sembrar las plantas nativas que ayudan hoy a su rehabilitación. Según sus cuentas, ya plantó, al menos con sus propias manos, mil árboles en el lugar.
Apropiación de los recursos
Luego de más de un año y medio de labores, en todas las áreas seleccionadas y reforestadas del resguardo se está haciendo ahora el mantenimiento de esas plantaciones y un monitoreo de las siembras para saber cuáles ejemplares están creciendo, cuáles no lograron desarrollarse e identificar, para estos últimos, las razones que lo han impedido.
El mayor Héctor Jaime opina que gran parte de la importancia de este trabajo fue la búsqueda de la apropiación social para que la comunidad sea más sensible hacia sus recursos naturales y los cuide de las presiones frecuentes, como por ejemplo la minería ilegal, asociada a la extracción de oro. A eso se sumaron acciones encaminadas a darle un mejor manejo a los residuos sólidos y a los vertimientos.
Por esa razón, parte de toda esta recuperación se enfocó en ciertas áreas muy particulares (o fajas naturales forestales protectoras) de los ríos Supía y Riosucio. Estas conectan, en la parte baja, a Cañamomo Lomaprieta con porciones de bosque seco y, en la parte alta, con las montañas de la cordillera Occidental, que se unen, a su vez, y mucho más lejos de allí, con una parte del Chocó Biogeográfico. Hoy, el resguardo tiene 118 hectáreas dedicadas exclusivamente a la conservación.
—Todo tuvo un sentido, al igual que la implementación y la puesta en marcha de los corredores biológicos—, explicó Héctor Jaime.
Esto último resulta determinante para que la fauna nativa se consolide en los sitios afectados. Hasta hace un tiempo, se podían ver muchas aves rapaces como gavilanes y águilas (una de ellas hace parte de sus emblemas), o también felinos como el jaguarundi (Herpailurus yagouaroundi).
Pero, más allá de esa recuperación de la biodiversidad, Sebastián Arango opina que lo más importante es que hoy ya se está comenzando a percibir una mirada diferente, por parte de la comunidad, de los sitios intervenidos, especialmente en el cerro Carbunco, donde hay una nueva maloka. Allí también volvieron los médicos tradicionales, los hombres, las mujeres y los niños. Entre otras cosas, porque la montaña es cada día más verde.
—Los resultados comienzan a verse con el paso del tiempo, porque es evidente que aquí no nos dedicamos a hacer jardinería, sino acciones definitivas por nuestro territorio que nos lleven a estar en paz con la tierra—, concluyó Sebastián.